
Philip, el muchacho al cual la historia sigue desde niño, cuando ya huérfano de padre, pierde a su madre víctima de un mal parto, y hasta la madurez de los treinta, edad en la que hace la reflexión con la que parte esta reseña, es el vehículo del que se vale Somerset Maugham para mostrarnos las penurias con las que debe enfrentarse un ser humano con uno de sus pilares fundamentales deficitario o mal compensado. En efecto, quiso el destino, la mala fortuna, o para quienes somos creyentes, la voluntad de Dios, que Philip naciera con un feo defecto físico consistente en un pie deforme que provoca cojera al caminar e imposibilita para realizar cualquier deporte e incluso bailar. Este tipo de deformidades cuando son socorridas por una madre amante, por un entorno familiar empático y un ambiente social comprensivo, tienen un buen pronóstico de superación y por ende no afectan el equilibrio vital. Pero no es el caso de Philip quien, al quedar huérfano de padre y madre en sus primeros años de vida, es asumido a regañadientes en la casa de sus tíos, él un escrupuloso pastor anglicano, impositivo y petulante, y ella una mujer frígida de sentimientos y sometida al arbitrio con desamor de su marido.