
Estamos en el año 1931 y comparece ante una corte de París Papillón, un pilluelo de veinticinco años de edad, acusado de dar muerte a un insignificante personaje del bajo mundo parisino y soplón de la policía. Papillón asevera ser inocente y las pruebas en su contra son frágiles por lo que mantiene una fuerte esperanza de exoneración. Sin embargo tiene al frente al más despiadado acusador público imaginable quien se arroga la misión de vengar a la sociedad del crimen en carne de indeseables como Papillón, sean éstos culpables o no de la circunstancial acusación, sobre todo si ésta es tan grave que permita encarcelarlos para siempre. Pradel es el hombre y ya en su primera intervención frente al jurado intimida a todos con la amenaza a Papillón al decirle de frente: “`Prisionero en el estrado, manténgase callado y sobretodo no ose defenderse a sí mismo. Ya verá como lo mando por el desagüe y sin retorno´”.
Previsiblemente Papillón recibe cadena perpetua y es enviado a servir su condena en los infames campos penales de la Guayana Francesa, en la costa norte de América del Sur. La reminiscencia del inspector Javert de Víctor Hugo es insoslayable y junto con Alfred Dreyfus, arteramente acusado por sus colegas en armas y condenado por falsos cargos de traición a la patria y cuyo famoso caso aparece reseñado en el libro en comento, nos hacen pensar que hubo un largo período en que la justicia francesa usó métodos cuestionables de ajusticiamiento y condenas brutalmente crueles.
Esta injusticia y crueldad personificadas en Pradel y en los doce miembros del jurado desencadenan en Papillón un deseo de venganza que lo acompañará durante todo su calvario y lo impulsará, junto con el conocimiento de saberse inocente, a intentar escapar en nueve ocasiones. De esto trata el libro, de cada uno de los intentos de fuga de Papillón, todos muy osados, practicados desde recintos inexpugnables, algunos de ellos desde islas en medio del océano, rodeadas de tiburones, en miserables esquifes que si bien logran sobrevivir a demoledores huracanes caribeños deben posteriormente enfrentar un sol que descuera en pocas horas a los tripulantes de tan precarias embarcaciones.
Las aventuras y vicisitudes de Papillón en este periplo de catorce años son de gran variedad e interés: cárceles comunitarias, confinamiento solitario, celdas bajo el mar, colonias de leprosos, vida con los indios guajiros, muertes a cuchillo, cementerio entre tiburones, pero por sobre todo, la permanente preocupación de Papillón por su sobrevivencia y salud mientras fragua el próximo escape. Siendo una novela autobiográfica sobrecoge la gran presencia de ánimo de su protagonista a lo largo de su horrible y extenso tormento, sin dejarse nunca desfallecer y manteniendo su humanidad en perfecto equilibrio: su cuerpo, con ejercicios diarios y alimentación racionada; su mente, con cálculos y planes rigurosos; su corazón, con su pródiga actitud de ayuda al resto de los convictos; y su espíritu, con su constates invocaciones a Dios, a pesar de declararse ateo. Si vamos a creer todo lo que nos cuenta Papillón en su libro, es él el líder y compañero perfecto, dando a cada quien lo que le corresponde y manteniendo firme el temple en las situaciones más extremas.
Este es un libro entretenido, amenizado con varias anécdotas subsidiarias que refrescan la lectura - como la historia del ermitaño prisionero que es invitado por otros dos a darse un banquete de conejo a modo de consuelo por la reciente pérdida de su adorado gato, sólo para enterarse poco después que fue justamente a éste al que se comieron, y de la venganza que ejecuta en los dos granujas -, con algunas reflexiones sobre la vida y la naturaleza humana interesantes y que a pesar de sus más de 500 páginas, se lee con fruición y agilidad.
Tanto va el agua a la piedra que al final logra Papillón zafar del “desagüe pradeliano” y descubrir al mismo tiempo la gracia de Dios, rehabilitándose él mismo de su pasado criminal y renunciando a sus planes de venganza. Imperdible.
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